Romeo en la alcoba del mundo
Se cumplieron 40 años de la muerte de Elvis Presley, rey del rock and roll.
Así como hay quienes se acuerdan nítidamente de lo que estaban haciendo
cuando mataron a John Fitzgerald Kennedy o se vinieron abajo las torres
gemelas de Nueva York, otros pueden hacer un racconto perfecto del momento cuando oyeron la noticia de la muerte de Elvis Presley.
Yo me estaba preparando para ir al cumpleaños de una amiga, hoy
convertida en afamada periodista cultural, y mientras oía la radio
Panamericana, Hamlet Faux, con voz entrecortada, apabullado por la
emoción, dio la terrible noticia. Cómo podía ser posible, pensé, si
Presley estaba y era todavía joven, lleno de vida y voz, que para su
caso era lo mismo.
Pero fue muy posible. Las causas de su muerte
llegaron en cuentagotas, además, de manera confusa, tal cual la historia
posterior se encargó de destacarlo. A tanto llegó la mala información,
esparcida casi de forma intencional, que incluso médicos conocedores del
caso llegaron a decir algo que terminó siendo equivocado.
De la
muerte de Presley fueron cómplices distintas causantes, entre las que
figuraban su adicción a los barbitúricos, su casi permanente
constipación que le arruinó las vías digestivas, y el uso desmesurado
que hacía de las bebidas alcohólicas, que terminó agigantando su hígado,
dejándolo a la miseria.
Quiso la coincidencia, actuando en nombre del destino, que los tres emblemas mayores de la cultura
popular estadounidense del siglo XX –Marilyn Monroe, Presley y Michael
Jackson– sufrieran de insomnio, y para intentar sobrellevarlo
recurrieran a cócteles de somníferos que les permitían pegar los ojos,
al menos por unas escuetas horas. Los tres murieron jóvenes, a los 36,
42, y 50 años de edad, respectivamente, y los últimos minutos de sus
vidas se convirtieron en material para la fabulación.
Para
salvarse de la edad que lo esperaba, Elvis Presley se salió del tiempo
por anticipado. Murió a los 42 años, el 16 de agosto de 1977. Otro caso
de eternidad antes del ocaso. Salió callado del ritmo rumbo a un más
allá cinco estrellas, donde el bis era él. De acuerdo al parte forense,
murió a causa de una crisis cardíaca. Hay quienes creen que se le fue la
mano con los somníferos. Si es así, su muerte fue como quedarse
dormido: lo último que tenía puesto era un pijama azul.
Otros
piensan que sigue vivo para no morirse y dicen además que lo vieron por
muchos lados. Y Presley, por todos lados de él, estaba gordo, perdiendo
el pelo y con hambre. Es decir, luciendo como ser humano. Por lo visto
–y lo es, pues pudieron verlo– se parecía a una persona real. Para eso
fue rey.
En uno de sus aforismos, Oscar Wilde escribió: "Son
personalidades y no principios los que mueven a la era". La era de
Presley todavía es. Bill Clinton dijo que Elvis, Franklin Delano
Roosevelt, la hamburguesa y la televisión fueron los principales
protagonistas del siglo XX. El siglo XX todavia no ha terminado.
Cuando
estuvo más visible que ahora, Elvis demostró tener un extraordinario
don de ubicuidad. Estuvo en todas partes: en los corazones de la gente,
en las portadas de las revistas, en las tiendas de discos y hasta en las
caras de los demás. En su persona sin adversarios, un mensaje biosocial
ocupado por respuestas catárticas invitaba a ser husmeado. Con su
gramática somática construyó una estrella propia y no tuvo que pedir
prestado a nadie, pues también él mismo, en las prioridades del
comportamiento, estuvo de visita.
El rostro contribuyó a su
profesión y su cuerpo fue bandera de todos los sentidos, espejo para
camaleones que quisieron habitar las apariencias. Tan democrático fue
que hasta dejó que el mundo se le pareciera. Y su fábrica sigue
produciendo imágenes. En Las Vegas todos los años hacen un concurso de
imitadores de Presley y siempre lo gana alguien parecido a él: el bis de
Elvis.
Con su envergadura de estrella global, Elvis Presley
transformó al rock and roll en el idioma de la cultura popular, en una
acepción nada aséptica del esparcimiento de masas. Nacido en el suelo
premonitorio de una dimensión siguiente, descubrió la manera de
recombinar una herencia musical –el sonido de una época hacia adelante–
cuya fuerza de gravitación pasó a sentirse completa tras el matrimonio
del "espíritu del pasado con la tragedia del presente", como dijo un
ejecutivo de la RCA.
Su estilo fue la cuna de varios. Lo mismo que el Ford Thunderbird –en la película American Graffiti aparece
uno–, Presley representó la postal de una década no completamente
restaurada, la de 1950, el facsímil de un sonido diaspórico que transitó
de una piel a otra sin encontrar interrupciones.
Ese crisol de blanco y negro –su voz lo fue– permitió que la música
se convirtiera en resguardo y respuesta de todas las cosas que el siglo
XX aún desconocía. Perpetuador de juventudes, el R&R se transformó
en un culto de vida y la voz de Presley fue su banda sonora. Siempre
amenazando desaparecer tras su propia apariencia, subía al escenario a
capturar el eco de una devoción trastornada por sentimientos básicos.
Culto a un hombre cuya refinación gastronómica no pasó de un sándwich
frito de manteca de maní y banana, y de una hamburguesa doble con queso.
Con eso en el plato su menú estaba completo.
Su último concierto
fue el 26 de junio de 1977 en el Market Square Arena de Indianapolis.
Uno de los asistentes lo recuerda: "Mi memoria dice que Elvis
probablemente estaba pasado de peso". Sin necesitar el dinero, apenas
buscando que su estrella no tocara el piso completamente –había pasado
de moda–, Presley encontró en los conciertos una coartada para escapar
de la soledad.
Cada posdata le daba forma al ser incompleto. El mito y
la persona áurica, bañadas con un oropel kitsch, terminaron
arrinconados en el espacio vacío que había quedado delante. El fenómeno
no podía autoayudarse; la falta de él, ese era su problema.
La
voz había madurado, pero el alma estaba envejecida. Ya no había lugar
para la cara bella, aquel rostro que contribuyó a su profesión. La
barriga con aspecto de salvavidas y una papada que ni siquiera los
cuellos altos de las camisas pudieron disimular recordaban que el tiempo
próximo había llegado y que la profundidad sideral de la vida iba en
dirección contraria al pasado.
Sobre el escenario, Presley fue
Romeo en la alcoba. Su seducción resultaba inevitable, incluso para
quienes apenas podían imaginarlo. Parecía un ventrílocuo en cuyos labios
el mundo hizo hasta lo imposible para no callarse.
En
fotografías aparecía apretando el micrófono, como si este fuera la
cuerda floja que lo ataba a la realidad y representara algo más que el
tamaño de una ampliación sonora. Con la complicidad del micrófono, llevó
la apoteosis a cualquier sitio, recordándole al público, justo en ese
momento, como dice en Suspicious Minds (su canción preferida), que todos
estamos cautivos "en una trampa". Y todos a su alrededor lo estuvieron,
cómplices en la celada, encapsulados en un nirvana adoptado fácilmente
por los sentidos.
Ejercicio de ritos y coincidencias, Elvis
Presley no puede llamarse fenómeno porque la palabra fenómeno supone
algo inexplicable, algo extranjero a toda lógica. Lo suyo puede
explicarse, y la razón se anima a entenderlo. Su voz era una pieza
única, y su entonación inimitable. Cantó como los dioses, aunque nadie
sabe si los dioses cantan ni el idioma en que lo hacen.
Vía: El Observador.
Comentarios
Publicar un comentario